Lo primero de todo es ser hijo. Es algo que no se elige, sino que le es dado como su primera experiencia del amor, porque ha sido elegido y amado por un amor que le precede. El aprender a ser hijo es aprender a ser persona, es aprender a ser amado. Como afirma Santiago Acosta (2016): “la primera experiencia del ser humano, desde el punto de vista cronológico, es la de ser amado; y en la misma medida en que experimenta que es amado, puede empezar a realizar la experiencia de amar a los demás”.
La experiencia de ser amado por nuestros padres es de vital importancia, y principalmente en los primeros años de la infancia. La psicología lo afirma cuando habla del tema del apego y su repercusión en la vida de los hijos. El no vivir la experiencia de un apego seguro puede traer como consecuencias graves problemas en su desarrollo personal posterior. La experiencia de que un hijo se sienta muy amado, aceptado y reconocido es clave.
Ser hijo es sinónimo de ser amado. La condición filial es la verdad ontológica más profunda de cada hombre. Esta experiencia primigenia, constitutiva, es la que manifiesta una radical receptividad, puesto que el hijo es aquel que recibe el ser, siendo constitutivamente destinatario del amor. Pero esta receptividad no es estática sino profundamente dinámica, de manera que en todos está presente en mayor o menor medida la lógica del dar y recibir (Larrú, 2014, p. 134).
El amor a los padres es algo muy grande, por ello es también un mandamiento. Dios pide a los hijos honrar a su padre y a su madre (Ex. 20, 12). El Papa Francisco, en Amoris Laetitia, explica su importancia de la siguiente manera: “Este mandamiento viene inmediatamente después de los que se refieren a Dios mismo. En efecto, encierra algo sagrado, algo divino, algo que está en la raíz de cualquier otro tipo de respeto entre los hombres” (n.189).
Además del respeto a los padres, se suma otra nota característica y esencial del amor filial que es la gratitud. Esto es la respuesta propia ante la recepción del don. “Cuando el agradecimiento es intenso se trasforma en fuerza de obra, en motor de acciones excelentes” (Larrú, 2014, pp. 138-139). Es una gratitud que nos hace vulnerables, porque nos ubica en situación de deudores. La gratitud del hijo se vincula con una mirada de reconocimiento, valoración y confianza hacia sus padres.