“Mi hija parece tener 14 personalidades”, me comentaba una madre al reflexionar sobre los desafíos de la adolescencia.
Los cambios de humor, los contrastes entre las respuestas infantiles y la irreverencia adolescente, las nuevas dinámicas familiares y sus amistades, su inmersión en el mundo digital, y los riesgos del contexto asociados con la sexualidad, las adicciones y los trastornos alimenticios, son algunos de los ingredientes que hacen de la adolescencia un período desafiante pero a la vez enriquecedor si sabemos aprovecharlo.
Es tentador ver la adolescencia como un período de “mal funcionamiento” de nuestros hijos. Nos cuestionan, cambian sus gustos, manifiestan su inconformidad, son volátiles, refutan cuestiones que para nosotros no son opinables, anhelan independencia pero a veces les cuesta ser responsables. ¿Cuál es su propósito? Comprenderlo nos ayuda a guiarlos mejor en este proceso.
El tránsito de la infancia a la adultez es retador, y no es algo nuevo. Incluso en la Antigua Grecia, Aristóteles expresaba: “Los jóvenes no tienen control y siempre están de mal humor”. Hoy, gracias a la neurociencia, entendemos mejor el funcionamiento del cerebro adolescente. Un dato clave es que su sistema de recompensa se desarrolla más rápido que su sistema de regulación, lo que los hace más propensos a buscar gratificaciones instantáneas.
Ante esta realidad, la presencia de adultos referentes puede marcar la diferencia para minimizar los riesgos y guiarlos en la adquisición de criterios, comparto algunas ideas:
- Son vulnerables y nos necesitan: la falta de autorregulación y las inseguridades propias de la adolescencia los hacen vulnerables, llevándolos a tomar decisiones imprudentes y a comportarse de manera irreverente. No tomemos “a modo personal” sus conductas, en cambio, busquemos nuevas formas de conectar con ellos y recordarles cuánto nos importan.
- No inspeccionar, sí conectar. Nuestros hijos saben cuando queremos “sacarles información”. En lugar de sólo preguntarles por lo que nos interesa, dediquemos tiempo y atención para entablar un diálogo genuino y hablar de todos los temas. Las conversaciones fáciles preparan el camino para las más difíciles.
- Las normas, los deberes y la autonomía van de la mano: Pocas reglas en cuestiones esenciales –como la seguridad, el respeto, la responsabilidad–, y con consecuencias consistentes cuando no las cumplan. La autonomía crece gradualmente junto a las responsabilidades. Al darles deberes en casa y acordar normas claras y sensatas, les hacemos saber que contamos con ellos, que los creemos capaces de cumplir, y también de rectificar cuando incumplen.
- Nuestro ejemplo sigue siendo clave. Reflexionemos sobre cómo encarnamos los valores que deseamos transmitirles. Por ejemplo, para fomentar un buen uso del celular, la práctica de deporte y una actitud optimista, debemos ofrecerles un ejemplo claro y consistente. La adolescencia es tiempo de cuestionar el modelo adulto que ofrecemos. Compartir nuestros esfuerzos por ser mejores les da una dosis de realidad sobre su propia vida: estamos en camino a nuestra mejor versión, lo importante es saber el norte y ajustar el rumbo cuando es necesario.
Que la adolescencia sea una oportunidad para que padres e hijos sigamos aprendiendo y creciendo juntos, fortaleciendo así nuestra conexión familiar.