La familia, en su esencia más pura, es la primera escuela del ser humano y el cimiento fundamental de la sociedad. Es en su seno donde las personas aprendemos a amar, perdonar, a aceptarnos tal y como somos, donde se forjan los valores, la fe, se transmiten las tradiciones y se moldea la identidad de las futuras generaciones.
“El futuro de la humanidad pasa por la familia”, así expresa Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio. La familia es el primer ámbito donde la persona es acogida “por sí misma”, aprende su dignidad y el valor del don de sí. Esta prioridad formativa es constitutiva, no delegable: por eso, el modo en que nace crece y se ama a una persona, influirá en el tipo de sociedad que anhelamos. No obstante, vivimos en un mundo con constantes cambios, donde este núcleo vital de la sociedad enfrenta transformaciones importantes que merecen nuestra atención, pero sobre todo nuestra concientización.
A través de este escrito, pongo a su disposición información sintetizada y actualizada como aporte en el diagnóstico de la realidad familiar ecuatoriana. Buscando promover una reflexión profunda y, a la vez, facilitar una intervención más efectiva por parte de las políticas públicas, instituciones educativas, pastorales familiares, profesionales y todas las entidades o personas dedicadas al fortalecimiento de las familias ecuatorianas. Será importante reconocer que esta es una responsabilidad compartida, pues «todos somos parte de una familia» y merecemos ser valorados por la importancia que esta institución reviste.
A este respecto, su Santidad el Papa Francisco en la encíclica Amoris Laetitia señala con preocupación que, «Las familias se sienten abrumadas por la realidad socioeconómica y una sensación de impotencia que las acaba aplastando. A menudo, perciben un abandono por parte de las instituciones, que muestran poco interés y atención a sus necesidades.” Este desamparo tiene claras repercusiones sociales negativas, manifestándose en la caída demográfica, problemas educativos, el agotamiento para recibir nuevos nacimientos, ver a los adultos mayores como una carga más, no como un recurso intergeneracional invaluable, y la propagación de un malestar emocional que en ocasiones escala hasta la violencia. Por lo tanto, el Estado debe asumir su responsabilidad de establecer las condiciones legales y laborales necesarias para asegurar el futuro de las familias como un proyecto de fortalecimiento social.
Les invito a analizar esta realidad con una perspectiva reflexiva y una mirada de esperanza.
En Ecuador, los indicadores demográficos recientes nos invitan a una reflexión consiente, no sólo sobre la dirección que está tomando la institución familiar, sino también sobre el futuro de nuestro tejido social. Las cifras nos hablan de matrimonios que disminuyen, divorcios que aumentan y una fecundidad en caída libre, fenómenos que, lejos de ser meras estadísticas, revelan una reconfiguración significativa en las dinámicas familiares del país.
La última década en Ecuador ha sido testigo de un reajuste notable en las relaciones de pareja y el compromiso matrimonial. Si bien el matrimonio sigue siendo un ideal para muchos, las cifras reflejan una tendencia a la baja en la nupcialidad.
En 2024, el país registró 53,813 matrimonios, una reducción del 4.8% en comparación con el año anterior. Esta disminución no es un evento aislado, por lo contrario, forma parte de una tendencia más amplia que ha visto una caída en la tasa de matrimonios a un promedio de 1.25 unidades anuales desde el año 2000.
En contraste, los divorcios han mostrado una tendencia creciente. En el año 2024 se registraron 25,555 divorcios, lo que representa un aumento del 8.5% respecto a 2023, con un promedio de 71 divorcios por día. Este panorama complejo nos muestra una sociedad donde la disolución conyugal es cada vez más común, lo que evidencia una secularización y la influencia de la cultura actual sobre los valores tradicionales del matrimonio y la familia. Actualmente, el matrimonio es visto cada vez como un contrato legal o acuerdo, en lugar de una alianza sagrada entre esposos y Cristo.
Por otra parte, la facilidad legal con que se puede obtener un divorcio ha normalizado su ruptura, ofreciendo una salida inmediata, ante las dificultades. Ya no se habla del compromiso, el perdón, y sacrificio mutuo que enriquece la vida conyugal, posiblemente prima la satisfacción personal y la felicidad individual.
Una de las interpretaciones más reflexivas de este fenómeno, es la evolución de la edad promedio para casarse y divorciarse. Las parejas ecuatorianas están posponiendo cada vez más el matrimonio. En 2024, la edad promedio para casarse fue de 36 años para los hombres y 33 para las mujeres, un aumento constante desde 2015. Este aplazamiento está motivado por una priorización del desarrollo personal, profesional y la búsqueda de una estabilidad económica sólida antes de asumir el compromiso familiar.
De la misma manera, la edad promedio de divorcio ha aumentado, llegando a 45 años para los hombres y 42 para las mujeres en 2024. La duración promedio de los matrimonios que terminan en divorcio también ha crecido, alcanzando los 16.4 años en 2023, la cifra más alta desde el año 2000. Esta realidad sugiere que, si bien hay más divorcios, las uniones que se disuelven lo hacen después de un tiempo considerable de convivencia, a menudo cuando los hijos ya son adultos o se han independizado.
El cambio demográfico más impactante en Ecuador es la considerable reducción de la Tasa Global de Fecundidad (TGF). En un lapso de solo nueve años, entre 2015 y 2024, la TGF cayó de 2.36 a 1.79 hijos por mujer, situándose muy por debajo del nivel de reemplazo generacional de 2.1. Esto significa que la población ecuatoriana ya no se está reproduciendo lo suficiente como para mantenerse por sí misma a largo plazo.
Más allá de cifras demográficas, la ausencia de las nuevas generaciones debilita el sentido profundo y la riqueza de crecer, formarnos y fortalecernos dentro de un seno familiar, donde el hogar constituye la primera escuela doméstica para los niños, siendo los padres los actores protagónicos de este acto educativo. Poco a poco se debilitaría la esencia de las relaciones intergeneracionales: la sensibilidad y el asombro de un niño frente a la fragilidad de un anciano, por ejemplo, tienen el poder de educarnos en el valor de la gratitud y la misericordia.
Esto no es solo una estadística, sino una realidad palpable que debe mover nuestro quehacer como padres, madres, educadores y profesionales. Nos exige reflexionar sobre el futuro que estamos construyendo y sobre nuestra responsabilidad de garantizar que las próximas generaciones puedan crecer y prosperar dignamente.
El tamaño promedio de los hogares ecuatorianos se ha reducido a 3.3 personas, y aunque los hogares nucleares siguen siendo predominantes (61.7%), los hogares unipersonales se han incrementado a un (16.6%) y sin núcleo familiar (5%), reflejando una transición hacia un modelo familiar más diverso e híbrido.
Con menos hijos, los padres pueden invertir más recursos y tiempo en cada uno, lo que, si bien es positivo, también puede llevar a la sobreprotección y la saturación de actividades, lo que limita el desarrollo de la autonomía y la tolerancia a la frustración. Adicionalmente, los roles parentales se están redefiniendo a medida que las mujeres se incorporan al mercado laboral, lo que exige una mayor corresponsabilidad en el hogar y en la crianza de los hijos.
Un llamado a la acción para fortalecer la familia
Como se puede evidenciar, el país enfrenta grandes desafíos en el contexto familiar. La caída de la natalidad y los cambios en las dinámicas familiares llevan consigo grandes retos y a su vez oportunidades para trabajar desde diferentes frentes: Relacional y emocional (núcleo interno), frente socioeconómico y laboral (entorno externo) y frente comunitario e institucional (tejido social).
De manera conclusiva podríamos decir que los datos demográficos de Ecuador nos presentan un panorama complejo, pero lleno de oportunidades. La familia, en su rol de agente transformador de la sociedad, necesita ser fortalecida desde su esencia y valor. No podemos quedarnos impasibles ante la disminución de los nacimientos o el aumento de los divorcios. Estos fenómenos no son solo cifras, sino reflejos de una sociedad que está cambiando.
Como profesional en el ámbito de orientación familiar, y colaboradora en un Instituto de Familia, ILFAM – UTPL, asumo este significativo reto con un enfoque empático y esperanzador, promoviendo que otros profesionales y/o instituciones se sumen en esta valiosa causa para fortalecer el corazón de la sociedad “La familia”, a través de propuestas concretas.
El futuro de Ecuador depende del presente de sus familias. Un compromiso colectivo para fortalecer este núcleo no solo garantizará la sostenibilidad demográfica, sino que también nos permitirá construir una sociedad más justa, equitativa y humana. La familia es el corazón que late en el centro de la sociedad; es nuestro deber asegurarnos de que ese latido siga siendo fuerte, lleno de esperanza y vida.
“Si la familia está enferma, la sociedad también lo está; si la familia dejara de existir, la sociedad también tendría sus días contados.”