Si pudiésemos recordar nuestras vivencias en los primeros meses de vida, seguro que la memoria afectiva sería la primera en activarse, pues el desarrollo afectivo configura la forma de interactuar con el mundo que desde el nacimiento empezamos a descubrir e interpretar. En este escenario necesitamos de otros, padres y familia para establecer aquel vínculo emocional que representa la raíz que nos sostiene y nos alimenta en las diferentes etapas de la vida. Según Barg (2011), el vínculo de apego es el lazo afectivo por las personas que tienen una significación especial en su vida. Decir que un niño o una persona tiene apego a alguien significa que está absolutamente dispuesto a buscar la proximidad y el contacto con ese individuo, sobre todo ante la sensación de inseguridad.
Dada la importancia de este vínculo varios investigadores lo han estudiado, siendo el principal John Bowlby, psiquiatra y psicólogo británico que planteó la teoría del apego durante los años 1969 a 1980 en la cual describe el efecto que producen las experiencias tempranas y la relación de la primera figura vincular en el desarrollo del niño (Moneta, 2014). Bowlby (1993), señaló que el apego se entiende como un modelo interno donde se forman las creencias de uno mismo, de los otros y del mundo social, lo que a lo largo de la vida del individuo, acaba conformando sus relaciones íntimas. Por lo tanto, se puede dimensionar la transcendencia de este proceso que inicia en los primeros meses de vida y cuyos resultados se podrá observar en la calidad de relaciones que la persona establece con los demás y consigo mismo.
Las características de las interacciones entre el niño y los cuidadores generan diferentes tipos de apego que Mary Ainsworth (1969), a partir de los estudios de Bowlby, estableció, estos son: el apego seguro, el apego inseguro ambivalente, el apego inseguro evitativo y, en 1986 Main y Solomon introdujeron un cuarto tipo de codificación del apego: el estilo desorganizado/desorientado. Estos niños parecen no poseer una estrategia consistente para manejar el alejamiento y la proximidad (Barg, 2011), lo que provoca serias dificultades para relacionarse en cualquier esfera.
En este punto sería importante que se planteen las siguientes preguntas para analizar su propia historia de vida, ya que el sentido de este artículo va más allá de proporcionar información, busca principalmente invitar a la reflexión y despertar una conciencia crítica de lo que estamos construyendo en la familia para garantizar o no el bienestar de todos sus miembros, en especial de los niños y adolescentes.
A partir de las respuestas le invito a realizar un listado de aquellos comportamientos positivos o negativos que son producto de las huellas que dejo el apego en sus primeros años de vida, en esta información podría encontrar la causa de la construcción de redes afectivas positivas o la existencia de situaciones conflictivas que emergen en su familia y que todavía no se han resuelto y afectarán no solo a la persona, sino a las futuras generaciones, efecto que al final trasciende a la sociedad.
Como menciona (Barudy y Dantagnan, 2010), una persona que durante su infancia tuvo apego seguro con sus padres, lo más probable es que en su adultez podrá desarrollar relaciones basadas en la confianza y seguridad; por consiguiente, esta experiencia de apego seguro le capacitará para ejercer una parentalidad competente. En cambio, una persona que durante su infancia tuvo experiencias negativas con sus padres, que incluye cualquiera o todos los tipos de maltratos infantiles que generaron apegos de tipo inseguro o desorganizado, tendrá dificultades para establecer relaciones en las que no intervengan ansiedades, inestabilidades o desconfianzas inscritas en su mente. Estas personas presentarán una mayor probabilidad de dificultades a la hora de ser padres o madres.
En este sentido se puede afirmar que el apego es un proceso que tiene un impacto no solo individual, sino generacional que deja huella en cada familia a lo largo del tiempo, es la impronta que se explica desde la psicología y se encuentra relacionada con el inconsciente de la persona donde se guardan impulsos, deseos, necesidades a nivel muy profundo, no disponibles para la mente consciente. De ahí la gran responsabilidad de los padres en la construcción de un ambiente de crianza donde la sensibilidad, el afecto y la empatía sean los ingredientes permanentes de las interacciones familiares. También, es necesario que desde las políticas públicas y los organismos nacionales e internacionales se impulsen líneas de acción basadas en el cuidado responsable y ético, un ejemplo es el marco del cuidado cariñoso y sensible para la primera infancia propuesto por la Organización Mundial de la Salud y UNICEF.
Corresponde asumir un enfoque integral para garantizar apegos seguros, una de las prioridades en la familia debe ser crear una conciencia compartida entre todos los miembros, de que las relaciones de apego y el cuidado de los demás son importantes. Este cuidado y apoyo hacia los demás debe ser mutuo (Romero y Romero, 2022). La madre, regularmente es la principal figura de apego, pero todos los integrantes de la familia y la comunidad deben apoyar y ser corresponsables porque son parte de un sistema interconectado, de un todo que incluye naturaleza y cultura. Sería muy valioso rescatar los saberes ancestrales, redescubrir las prácticas de crianza de generaciones anteriores para comprender el significado del apego de aquel niño cuya madre lo lleva en su espalda.
Otro aspecto importante y más complejo de transformar es la concepción adultocéntrica en la cual todas las acciones y decisiones se presentan en función de lo establecido por el adulto, existe poco espacio para escuchar, observar, comprender y respetar a los niños. Son muy elocuentes las ideas de Lecannelier (2023), en cada teoría de aprendizaje, en cada teoría del desarrollo, en cada libro de crianza, no existe el niño, más bien existe un adulto que le impone al niño lo que al adulto le conviene. Por lo cual la primera recomendación es generar un espacio en la crianza, desde los primeros años de vida, en donde el mensaje sea: “si tú estás mal, ven a mí, confía en mí porque voy a hacer lo que pueda para ayudarte”. Si un niño pierde la esperanza de que puede acudir a un adulto eso deja a los niños muy vulnerables en su salud mental y física.
En este orden de ideas, es esencial que los padres desarrollen competencias parentales vinculares que son un conjunto de conocimientos, actitudes y prácticas cotidianas de crianza que favorecen la conexión psicológica y emocional con el niño o niña, regulan su estrés y sufrimiento, organizan su vida psíquica y protegen su salud mental, promoviendo un estilo de apego seguro y un adecuado desarrollo socioemocional a lo largo del curso de vida (Gómez y Contreras, 2019). En más de una ocasión se escucha la frase de que “nadie nos enseña a ser padres”, pero también es común observar que los padres no se interesan por aprender a ser buenos padres, la maternidad y paternidad implican una alta dosis de autorreflexión, madurez y responsabilidad porque un hijo no es un deseo de una persona o una pareja, sino un ciudadano que necesita las mejores condiciones psicológicas y materiales para desarrollarse.
Estas condiciones promueven la capacidad de los padres de vincularse afectivamente con sus hijos, lo que les permite reconocerlos como sujetos legítimos y relacionarse con ellos de tal manera que respondan a sus necesidades para cuidarlos, protegerlos, educarlos y socializarlos (Barudy y Dantagnan, 2010). Realizar estas acciones implica dejar huellas positivas que no sólo favorecen a la formación integral de la persona, sino a la dinámica familiar y al tejido social que se nutre de lo que se construye en el interior de la familia, donde los afectos y el mundo subjetivo e intersubjetivo nos invita a cuestionar las necesidades básicas de la persona en una época marcada por la aceleración, el consumo y la tecnología.
Se necesita viralizar el afecto y el cuidado familiar para dejar huellas en el corazón de cada persona y crear hilos que tejan historias en el gran tapiz de la vida con colores de fraternidad y justicia
Mgtr. Paola Villarroel Dávila
Magíster en Educación Parvularia Universidad Arcis de Chile y Universidad Central del Ecuador. Magíster en Neuropsicología y Educación Universidad de Rioja España.